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Cuando las luces del espectáculo se apagan y la oscuridad emerge entre las sombras -
Invierno, diez de la noche de un jueves. Desde mi ventana, las frías y húmedas calles se ven desiertas. Un libro y una copa de vino tinto son mi más preciada compañía en esta borrascosa noche.
Contemplando
una vieja fotografía que hallé entre las páginas de mi ejemplar,
el zigzagueante caer de la lluvia rememoró en mi un suceso del
pasado, envolviéndome progresivamente en una sensación de
desconsuelo.
Su
radiante sonrisa quedó inmortalizada en aquella instantánea.
Se
hacía llamar “Venus” y fue la mejor amiga que pude tener por
aquél entonces.
Trabajábamos
como bailarinas en el local de un importante hotel que ofrecía muy
variados espectáculos de baile para el sector adulto, básicamente,
masculino.
Uno
de los tantos escabrosos espectáculos ofrecidos por la “ciudad de
las segundas oportunidades”.
Rondábamos
los veintitrés años de edad.
Muchas
y muy variadas eran las historias personales detrás de cada uno de
nosotros; sin embargo, Venus se distinguía por su sapiencia, su
centelleante belleza y su bondadoso corazón. Además de la elegancia
con la que ejecutaba sus movimientos al bailar.
Fue
considerada una promesa en el mundo de la danza clásica, pero un
aciago accidente automovilístico que le dejó una severa lesión en
la rodilla, imposibilitó la consecución de sus aspiraciones.
Cierto
día, al caer la noche; a nuestra llegada al local, un fastuoso
vehículo aparcado frente al hotel, atrajo nuestras miradas.
Al
volante, un hombre de elegante traje y circunspecto semblante,
esperaba a otro, de fascinante atractivo quien, una vez en su
interior, través del impoluto cristal, posó rápidamente su mirada
en Venus, correspondiendo ella con su habitual fulgurante sonrisa.
Asiduas
fueron las veces en las que, del mismo modo, entrecruzaban, ambos,
miradas y sonrisas y posteriormente, los gestos se transformaron en
breves saludos.
Ella
esperaba su arribo, en secreto y discretamente, ansiosa pero paciente
y ésto derivaba en frecuentes problemas en el entorno laboral en el
que nos desempeñábamos.
Algunas
semanas después, aquél elegante caballero había entablado contacto
con ella. Un café a mediodía, una invitación para almorzar, una
romántica cena a la luz de las velas en un lujoso restaurante.
Día
tras otro, embelesado por la belleza y el intelecto de aquella
atrayente mujer de misteriosa mirada; sabedor del ámbito laboral en
el que se desenvolvía, conquistaba el corazón de la mujer con
sobrenombre de diosa romana.
Desposó
a Venus, al cabo de cierto tiempo. La beldad que desprendía en el
día más importante de su vida, quedó tallada en mi memoria; así
como también, lo hizo aquella rojiza huella en su mejilla, la
primera vez que él la abofeteó, al poco tiempo de contraer nupcias.
Abandonó
-previamente a su enlace matrimonial- su trabajo como bailarina de
espectáculos para adultos y gracias a la privilegiada posición
sociocultural de su flamante cónyuge, fundó una escuela infantil de
danza clásica.
Amaba
la idea de convertirse en madre pero, su amante compañero, no
desaprovechaba ni una sola oportunidad para ofenderla con denigrantes
frases alusivas al trabajo que había desempeñado con anterioridad.
Nuestra
férrea amistad se vio, contundentemente, restringida a las
esporádicas visitas que, gozando de buena fortuna, podíamos
concertar; aún así, permanecimos siempre unidas.
Los
golpes, constantemente, devenían en palizas. Me convertí en fiel
testigo de su dolor y tribulación; del violáceo color de las
extremidades de su cuerpo, cada vez que acudía a mi en busca de
consuelo; de las visitas de un médico privado, como consecuencia de
sufrir algún desafortunado “accidente” doméstico; del pánico
que se había apoderado de ella con tan sólo la idea de poner fin a
aquella situación.
Incontables
fueron las veces en las que intenté socorrerla; sin embargo, aquél
vil ser, había conseguido cincelar en su pensamiento, la idea de
vilipendiar su propia existencia.
Una
primaveral mañana de 1997, la acongojante noticia de la misteriosa
desaparición de una respetada directora de escuela infantil de danza
clásica, me hizo temer lo peor.
Sobrecogida,
presté colaboración en la investigación; si bien, poco se puede
aportar cuando la verdad la goza quien paga en monedas.
El
tiempo que transcurría de prisa y sin noticias acerca de ella, se
convertía en el perfecto aliado de las más estremecedoras ideas
sobre lo que pudo haberle sucedido.
El
caso jamás se resolvió. Su desaparición continuó siendo una
incógnita y su paradero desconocido.
Su
devoto consorte sollozó su pérdida públicamente y particularmente,
ante aquella selecta sociedad que lo vio nacer; el mismo honorable
círculo social que desconocía el indecoroso fragmento de la vida
de su carismática y elegante esposa.
Venus
feneció cuando el incondicional amor que profesaba a su ilusorio
gallardo caballero, obnubiló su juicio durante los tres años que
duró su calvario; no obstante, su máxima: “Baila como si nadie te
estuviese mirando” cada vez que salía al escenario; llegó a mis
manos, impresa en un envío postal que recibí años más tarde.
No
era de puño y letra y carecía de remitente, pero supe enseguida que
se trataba de ella.
La
mujer que ensalzaba sus raíces bajo su
insinuante apelativo, ejecutaba con maestría, su danza a la vida.
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Escrito por Key A Anquetil
Copyright © Key A Anquetil - Todos los Derechos Reservados al Autor
Foto: Copyright © Anthony Anquetil - Todos los Derechos Reservados al Autor
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